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Revista El Pensador (7-2014)

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El pasado 6 de noviembre el cardenal Sarah, presidente del Pontificio Consejo Cor Unum, declaro que “aun entre los bautizados y los discípulos de Cristo hay actualmente una especie de apostasía silenciosa, un rechazo de Dios y de la fe cristiana en la política, en la economía, en la dimensión ética y moral y en la cultura post-moderna occidental”. Son palabras duras, pero certeras y valientes, que merecen un análisis.
La razón de este fenómeno ya fue dada en el Concilio Vaticano II, cuando se advertía que “La ruptura entre la fe y la vida diaria de muchos debe ser considerada como uno de los más graves errores de nuestra época”. En efecto, un cristiano que de verdad crea no puede reducir la proyección de su fe al ámbito privado. Necesariamente tiene que proyectarla “en la política, en la economía, en la dimensión ética y moral y en la cultura”.
Tampoco cabe la incoherencia de “creer” una cosa y “actuar” de modo distinto. El cristianismo exige la unidad de vida, pues -como señalara en 1986 la conferencia Episcopal Española en su Instrucción Pastoral Los católicos en la vida pública- “Cuando un hombre o una mujer viven intensamente el espíritu cristiano, todas sus actividades y relaciones reflejan y comunican la caridad de Dios y los bienes del Reino”. Y justamente de eso trata la última encíclica, Lumen Fidei, a la que prestaremos en los próximos números una atención destacada.

La unidad de vida no significa en modo alguno que la Iglesia aspire al establecimiento de una teocracia moderna, contra la que nos tratan de persuadir -con evidente fariseísmo- los fundamentalistas del laicismo radical. “Los cristianos no buscan la hegemonía política o cultural” sino que “sea donde sea donde se comprometen, les mueve la certeza de que Cristo es la piedra angular de cualquier construcción humana” (Benedicto XVI en la XXIV Asamblea Plenaria del Consejo Pontificio para los Laicos), convirtiéndose en lo que Arnold Toynbee denominaba “minorías creativas”.
La grave cuestión planteada por el cardenal Sarah entra de lleno en un campo que debiera ser prioritario en la evangelización contemporánea: la del hombre creyente que automutila su proyección espiritual, que se autocensura y se bifurca, al rendir al mundo su faceta pública. Por supuesto que al menos en Occidente este problema viene catalizado por un discurso políticamente correcto, conforme al cual las creencias personales deben ser siempre entendidas como porciones complementarias de una verdad inaprehensible. La negación de la objetividad que ha conducido al relativismo dominante, sin embargo, no ha sido solo una imposición externa sino también consecuencia de una perdida de intensidad del espíritu cristiano en amplias capas de población (y que a pesar de todo siguen autoidentificandose como creyentes).
A su vez, este fenómeno se ve acompañado por ese otro del “ateísmo católico” (termino puesto de moda a principios de siglo por Oriana Fallaci con su libro La fuerza de la razón), que postula la compatibilidad entre no-creer en Dios y en cambio defender lo que ellos denominan la “cosmovisión” cristiana de la civilización: los valores y principios que emanan de su doctrina. Así, “ateos católicos” y “católicos culturales” conforman un amplio sector social en no pocos países que comparten la desnaturalización de la religión cristiana, unos por negar a Dios (convirtiendo en “cultura” lo que es religión) y otros por recluirlo al ámbito privado (desligando la fe de la cultura).
La tentación que muchos sienten ante este panorama no puede ser más sombría: es necesario -postulan- que la Iglesia católica de pasos en dirección a hacerse “compatible” con los nuevos tiempos. Naturalmente, estas voces se ven jaleadas por una prensa materialista (de izquierdas y de derechas) que por sistema viene manipulando e interpretando pro doma sua las palabras del nuevo Santo Padre. Polémicas al respecto no han faltado en los últimos meses.
Sin embargo la cuestión no es -y no puede ser- como ha de mundanizarse la Iglesia, sino como conseguimos evangelizar el mundo. Esa ha sido siempre la clave del cristianismo. Y para ello, la Iglesia ha recurrido constantemente a la conversión y a la reforma, como las herramientas imprescindibles para asegurar la fidelidad en todo tiempo al mensaje de Cristo. Una reforma que ha de partir y llegar siempre a la tradición, teológicamente bien entendida. Y una conversión exigente e incesante que debe comenzar por uno mismo, para ser fermento en los demás.

 

 

 

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