Sin embargo, el análisis de este fenómeno quedaría cojo si obviáramos un hecho que también tiene una notable trascendencia de cara al futuro: la brecha que separa a las élites dirigentes de la mayoría social. Una quiebra que se agranda cada vez que se producen imposiciones de ingeniería social y que, lejos de ser un fenómeno local (en Francia), se adivina general en todo el continente europeo. No en balde, las recientes elecciones municipales parciales celebradas en Reino Unido, coincidiendo con la aprobación por el Parlamento del “matrimonio” homosexual, se han saldado con una nítida derrota del gobernante Partido Conservador, buena parte de cuyo electorado tradicional ha basculado a favor de una fuerza más tradicionalista (el UKIP). La desavenencia entre los votantes clásicos del Partido Popular en España que muestran empecinadamente las encuestas pende –como advierte el presidente del Foro de la Familia en una entrevista que ofrecemos en páginas interiores- de que Rajoy enmiende su actitud condescendiente con la herencia ideológica del zapaterismo.
En Luz del mundo, Benedicto XVI se maravillaba hace escasos años de la desdibujada incidencia política de los católicos, a todas luces infravalorada en relación al peso real que tienen en las sociedades de muchos países europeos. Esta circunstancia ayuda a explicar en buena medida esa brecha existente entre dirigentes y “dirigidos”, pero no la agota por sí sola. La solución no se antoja fácil.
Salir a la calle es un ejercicio de responsabilidad ética, aunque si no se obtienen frutos mediante la concreción práctica de acciones y medidas políticas, la esterilidad conducirá a su desvanecimiento más pronto que tarde.
Pero mientras los cristianos no sepan organizar su fuerza como un vector electoral, mientras en ellos primen elementos accesorios (la situación económica o cualquier otra cuestión de orden material), los políticos convencionales no se sentirán urgidos ni impelidos a escuchar la nueva voz de la calle. Grupos tan minoritarios, pero perfectamente organizados, como el de los gays-lesbianas inducen a pensar que ese “mercadeo” electoral funciona cuando se actúa como bloque compacto. Puede surgir entonces la tentación de organizar “partidos cristianos” (genéricos o mediante ligas monoprogramáticas) que o bien canalicen el descontento y desconcierto de estos amplios sectores sociales, o sirvan meramente como amenazas latentes de los all-caught parties del sistema.
Ninguna de ambas soluciones parece fácil ni recomendable, a tenor de la experiencia histórica de la Democracia Cristiana. Más bien sería un error; especialmente si, tras esos intentos, se ocultan intentos neofascistas como el caso de la Alternativa Española de López-Diéguez o abiertamente populistas como el UKIP.
El diagnóstico no ofrece dudas respecto a la necesidad de que los mandatarios reconduzcan sus inventos de laboratorio social hacia un mayor respeto a los principios y valores comunes (y por tanto, mayoritarios) de la ciudadanía. Establecer un tratamiento, sin embargo, es una tarea mucho más compleja. Tal vez la cuestión deba dirimirse en la responsabilidad individual de cada uno de los cristianos, aunque esto diluya la cohesión alternativa. Lo que es seguro es que una mayoría social percibe o comienza a percibir que las cosas no pueden seguir como están.