A diferencia de otros fundadores de religiones, Jesús no dejo a la posteridad nada escrito. Su mensaje fue exclusivamente oral y se dirigió a todos los que quisieron oírle, especialmente al círculo restringido de sus apóstoles y discípulos, quienes a su vez lo transmitieron por la predicación a las primeras comunidades cristianas. Es a partir de la mitad del siglo I cuando este mensaje oral empieza a cristalizarse en la forma escrita que conocemos como evangelios. Dos de ellos los de San Mateo y San Juan fueron escritos por testigos directos de la predicación de Jesús; los otros dos los de San Marcos y San Lucas por testigos indirectos, que para ello recabaron la información de otros apóstoles. Cada uno de estos evangelios fue escrito, además para comunidades distintas (cristianos de procedencia judía, gentil o helenista), sin que por lo general traspasaran en punto a utilización y conocimiento los límites de esas comunidades hasta mucho tiempo después: solo a finales del siglo II tenemos constancia por el testimonio de Irineo de Lyon (Adv. haeres, III 1,8) de la validez general de los cuatro evangelios.