En nuestra condición de teólogos católicos, hemos estado y estamos al servicio de la comunidad eclesial católica. Pero en la década de los sesenta, yo, a diferencia de Joseph Ratzinger, tomé la decisión de no comprometerme con el sistema jerárquico romano, en la forma en que sólo llegó a configurarse durante el segundo milenio, ni ponerme al servicio de una “Iglesia universal” clerical-centralista; en caso contrario, me habría quedado limitado, en la práctica, al mundo eclesial. Más bien, precisamente en cuanto cristiano y teólogo católico inspirado por el Evangelio, deseaba ponerme al servicio del ser humano dentro y fuera de la Iglesia católica; y las circunstancias —”hominum confusione Dei providentia; a través de la confusión del ser humano y la providencia de Dios”— me liberaron para, y me forzaron a, ocuparme de manera intensiva de los cada vez más importantes temas de la sociedad mundial. Sin renunciar nunca a mi arraigo en la fe cristiana, la mía es una vida que ha transcurrido en círculos concéntricos: unidad de la Iglesia, paz entre las religiones, comunidad de las naciones.
Más que “memorias”
Sin embargo, mi trayectoria vital no ha seguido un “desarrollo orgánico “; más bien ha sido un camino de continuos retos y peligros, crisis y soluciones, esperanzas y decepciones, éxitos y derrotas. Por consiguiente, relato la historia de una lucha: aquello por lo que he apostado con la palabra y con los hechos. Y, al mismo tiempo, escribo una historia triste: las reformas que habrían sido posibles tras el concilio Vaticano II, pero fueron reprimidas, lo que se desarrollaba en el escenario y lo que sucedía entre bambalinas.
Por eso, que el lector no entienda equivocadamente lo que esta vida tiene de ejemplar: no le ofrezco una especie de novela de formación o educación (Bildungs- oder Erziehungsroman), en la que mi evolución interior o acaso mi religiosidad ocuparían el centro. Así pues, tampoco se trata, por decirlo así, de un testimonio pietista de fe de un teólogo o un alma pía. Lo que sí me gustaría —entre otras razones, en vista de la amenazada continuidad intergeneracional en el cristianismo— es transmitir ciertas experiencias vitales con las que algún que otro lector quizá se identifique: una mirada a una vida humana que, en ocasiones, quizá pueda impartir al lector, más allá de la empatia, algo de sabiduría vital. Pero en esta autobiografía no elaboro sólo mis recuerdos subjetivos; aquí entiendo “vida” en su sentido más amplio. De ahí que este libro rebase la dimensión de unas memorias. Entrelaza distintos géneros literarios y exige también una extensión acorde a su multiplicidad de estratos.
A una empresa semejante los estadounidenses la llamarían probablemente “intellectual biography”, género éste en el que la historia de la persona y la historia de las ideas se entrelazan de forma íntima. Pero en el relato de mis recuerdos no se trata sólo de lo “intelectual” y de “ideas”, sino de lo existencial y de acontecimientos históricos. Por tanto, aquí confluyen la biografía, la historia de la Iglesia, la historia de la teología y la historia de nuestra época; y también la historia de una obra y su recepción, las crónicas y los relatos de viajes.
Los conocimientos de historia social facilitan la comprensión de las relaciones, procesos y estructuras en que se encuadra el individuo; el método socio-histórico y el método biográfico se complementan. También este segundo volumen de recuerdos evidenciará —a diferencia de un estructuralismo unilateral, escéptico respecto a las biografías individuales— que una y otra vez personas concretas (¡y no sólo papas!) consiguen influir en el curso de los acontecimientos, rectificando su dirección. Toda elección papal muestra con singular claridad que las estructuras y las personas, así como las instituciones y las mentalidades, se hallan engarzadas entre sí de manera dialéctica. La siempre renovada mirada a la evolución de la Iglesia y la sociedad me ayuda a eludir el peligro de la circularidad narcisista que acecha a todo aquel que narra en primera persona (por razones documentales considero necesario ofrecer algunos detalles sobre mis apariciones públicas, pero en ocasiones los relego a la sección de notas).
De hecho, la historia sigue siendo, a pesar de todas las fuerzas sociales motrices determinantes de su curso, el drama de personas, que en modo alguno actúan siempre de forma racional. Sobre todo el drama de los acontecimientos políticos e históricos de los que uno ha sido partícipe, pero también el drama de experiencias personales: las de la propia vida, las crisis por las que uno ha atravesado. Sólo así es posible corregir a aquellos historiógrafos de la Iglesia, la teología y los concilios que minimizan a posteriori, ya por ignorancia o conformismo, conflictos que ellos no han vivido e interpretan documentos de manera en exceso “pro-gubernamental”. En ocasiones también tendré que expresarme críticamente sobre otros participantes en el drama. Lo cual no ha de ser entendido como una “vendetta” personal. No me falta capacidad de comprensión para otras opciones y posiciones. Pero en lo decisivo, no se trata —y en esto no hay vuelta de hoja— de cualesquiera susceptibilidades personales, sino de una gran disputa sobre la verdad que ha de ser dirimida en libertad. Y ello requiere a menudo una pluma afilada.
Libertad y verdad han sido y siguen siendo dos valores centrales de mi existencia intelectual. Siempre me he resistido a que, en las grandes confrontaciones con Roma, a mí se me atribuya unilateralmente la parte de la libertad y a mis adversarios la de la verdad. Es cierto que, en contraste con mis primeros cuarenta años, en la segunda mitad de mi vida el acento se ha ido desplazando más y más de la “libertad conquistada” (primer volumen) a la, precisamente en la Iglesia, “verdad controvertida” (segundo volumen), que estoy convencido que debe y puede ser anunciada, defendida y vivida con veracidad. Nunca me he considerado del número de los “beati possidentes “, de aquellos que, llenos de felicidad y orgullo, creen estar en posesión de la verdad. Antes bien, me he sentido solidario con los buscadores de la verdad, que saben que precisamente los científicos, filósofos y teólogos deben y pueden esforzarse permanentemente, y al margen de modas y tendencias, por alcanzar la verdad... asumiendo, claro está, todos los riesgos que a menudo lleva asociados la búsqueda de ésta.
Nuestra memoria es, por supuesto, subjetiva; y nuestra evocación, selectiva. Una y otra siempre necesitan ser corregidas. En este libro tampoco he ahorrado esfuerzos por evitar en la medida de lo posible lagunas y tergiversaciones, ni en cotejar con las fuentes —consciente como soy de mi falibilidad— lo que debía ser cotejado.
Mucho de lo que aquí narro se basa en incuestionables documentos públicos o privados, que, cuando estimo necesario, cito al pie de la letra. Ciertos capítulos han sido leídos con actitud crítica por diversos testigos de la época. Me siento especialmente feliz de tener alrededor de mí en Tubinga algunos amigos muy competentes que han leído de cabo a rabo el borrador del texto. En el epílogo les manifiesto mi agradecimiento.
Así pues, la gratitud sigue siendo el estado de ánimo básico con que presento esta segunda parte del relato de mi vida. Merced a este sentimiento espero poder continuar recorriendo todavía durante un breve tiempo con valerosa alegría mi camino vital.