La aventura vital de este monje cisterciense y contemplativo
universal que fue Thomas Merton (1915-1968) encontró su correlato geográfico en tres etapas diferenciadas que cerrarían el gran círculo de nuestro orbe y completarían un tríptico en el singular viaje sin distancia que es el camino monástico. Podríamos decir, de manera gráfica, que Europa representó para Merton su acceso primero a la fuente contemplativa, de la mano de sus mayores representantes. Su conversión al catolicismo vendría precedida de un “bautismo oceánico”, tras haber dejado atrás el viejo continente y su condición de viejo Adán. América (en realidad las dos Américas) constituyó una suerte de axis mundi y el descubrimiento de su verdadero yo (“ya no vivo yo, sino que Cristo vive en mí”), así como su zambullida en el río de la contemplación solitaria y el compromiso solidario (en contra de la guerra, a favor de los derechos civiles...). Finalmente, en Asia, donde murió, se unirían para Merton los dos maderos de la cruz en un eje de vacío y plenitud, un océano de compasión infinita. Al término de sus días, Merton había, literalmente, abrazado el planeta entero, acogido sus luces y sus sombras y hollado el desierto y la ciudad antes de adentrarse en el Reino de la infinita soledad y de la sociedad perfecta.
En su juventud, Thomas Merton se dio cuenta de que las estructuras totalitarias de los países en perpetua contienda eran el resultado de una conciencia humana escindida e ignorante de su origen y su destino sagrados. “La raíz de la guerra es el miedo”, afirmaría más tarde Merton en Semillas de Contemplación. Tan sólo -propone él- atreviéndonos a sumergirnos en el desierto de nuestra propia soledad y desandando (desanudando y desnudando) los caminos de la vieja humanidad, podremos descubrir un cielo y una tierra nuevos.
Esa proclamación cristiana de Merton no difiere de la de sus predecesores, pero lo que la hace relevante, como en el caso de aquéllos, es su acento contemporáneo, la actualización de las lecciones evangélicas en una clave absolutamente candente. Merton lee la historia con “ojos llenos de fe en la noche”, interpretando las noticias de un siglo desgarrado a la luz de la Noticia del Señor de la historia. Por fortuna, su escritura no es unidireccional o monolítica, y así su relación con el mundo es, en tiempos que entronizan la comunicación de masas y neutralizan la de las personas, un diálogo de corazón a corazón y una religación de profundis.
Merton cultiva el arte de la pregunta inteligente, sin tregua, para sacudir los cimientos de nuestros autoengaños más reconfortantes. Conocedor, como pocos, de los caminos contemplativos de la tradición cristiana desde los padres del desierto, Merton no está, en realidad, tan interesado en enseñarnos formas particulares de hacer oración como en recordarnos la posibilidad real y la necesidad vital de ser oración. Primero -nos dirá- se hace necesario convertirse a Cristo. Pero eso no basta. En rigor, la conversión cristiana reclama una revolución interior tal que nuestra sed de ser y nuestra nostalgia de pertenencia sólo se saciarán cuando, atravesado el óo de la muerte, nazcamos con Él y en Él, convertidos en Cristo, hombres y mujeres nuevos. En sus propias palabras, “lo que se nos pide en este tiempo no es tanto hablar de Cristo a los demás, cuanto dejar que viva en nosotros para que las personas puedan reconocerlo al darse cuenta de cómo vive Él en nuestro interior”.