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Revista El Pensador (6-2013)

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El testimonio que nos ofrece en exclusiva, en este número de EL PENSADOR, el histórico Lech Walesa “vale -como dice el dintel de una de las villas de Pompeya- su peso en oro”. No es sólo cuestión de que un premio Nobel de la Paz conceda su tiempo y regale sus confidencias más íntimas a un modesto medio como este, sino que sobre todo es la carga de profundidad de sus palabras las que hacen de esta entrevista un documento a tener en cuenta por los historiadores cuando se acerquen a la caída del comunismo en Polonia, antesala del colapso de todo el entonces denominado Telón de Acero. En efecto, Walesa tiene toda la razón cuando reivindica que la caída del Muro de Berlín no fue sino una consecuencia de un complejo proceso que tuvo su origen en Polonia. Colocar el Muro de Berlín como icono de la caída del comunismo soviético es, en cierto modo, tratar de hurtar el papel de la Iglesia en este acontecimiento histórico, pues este protagonismo católico sobresale a todas luces en Polonia con perfi les mucho más precisos e inconfundibles que en la Alemania oriental. Cuidado pues con ciertos iconos que no hacen justicia pero que en cambio obedecen a intereses ideológicos inconfesables.
Hablamos del valor histórico de esta entrevista y ello es así esencialmente por cuanto el protagonista político de la democratización polaca (reconocido así internacionalmente y desde el principio, en 1983, con sucesivas portadas de la revista Time o con la misma concesión ese año del Premio Nobel de la Paz) admite públicamente el papel jugado en aquellos años por la Providencia divina. La intervención de Dios en la Historia de los hombres se hace patente también en el colapso del comunismo polaco y, con ello, protagoniza desde el principio la sucesiva caída de las piezas del dominó hasta la completa democratización de la Europa del Este, como por otro lado nos había anunciado la Virgen en sus apariciones en Fátima.

En sus declaraciones aquí Walesa es sincero y valiente pero, por encima de todo, un testigo de autoridad. Las confidencias de Walesa son -no podemos obviarlo- las del protagonista fundamental de los hechos, no las de un testigo corriente o la de un analista o un historiador. Y no deja lugar a dudas ni juega con las ambigüedades.
No olvida que, como decía Juan Pablo II, “el hombre, al contemplar las obras de su ingenio, de su mente y de sus manos, parece olvidar cada vez más a Quien es el principio de todas estas obras y de todos los bienes que encierra la tierra y el mundo creado”. Para Walesa Quien cambió la faz de su tierra fue Dios, valiéndose de sus instrumentos. El hecho en sí, los sucesos limpios de cualquier adjetivación, constituyen una sorpresa de dimensiones milagrosas. Como asevera Walesa, ningún dirigente internacional creía, a comienzos de los años ochenta del pasado siglo, que la lucha pacífica del pueblo pudiera resquebrajar un régimen político tan férreo y totalitario como el comunista. Cabe recordar el riguroso control de las autoridades políticas de las vidas individuales de todos los súbditos, a veces hasta límites que podríamos tildar de paranoicos. Los propios polacos, al comienzo, pensaron de la misma manera que las autoridades internacionales y se opusieron al dominio marxista por medio de acciones violentas y de resistencia armada llamadas al fracaso ante la insondable diferencia de medios entre unos y otros.
Pero justo cuando al fi n este camino de lucha se agota y abandona, la elección del Papa Juan Pablo II inyecta una sabia completamente nueva a la lucha por la libertad del pueblo polaco. Walesa no concede aquí porcentaje alguno a la casualidad probabilística. Detrás de esta asombrosa coincidencia (el abandono de la lucha armada y la elección de un Papa polaco) comprueba con absoluta nitidez la directa intervención de la Providencia divina, que se manifestará -como él mismo reconoce- en otras muchas ocasiones clave durante el proceloso proceso político que vivirá en primera persona. No está de más recordar que, en efecto, Walesa y su movimiento se balancearon durante una década entre el éxito y el fracaso efímeros, entre las primeras concesiones del régimen comunista seguidas a continuación por abominables represiones, hasta que por último se consiguió conquistar una democracia definitiva y estable. De este modo, la humilde súplica del Papa en comunión con sus compatriotas durante la primera visita ofi cial que realiza a su país -”¡que descienda tu Espíritu! ¡Y renueve la faz de la tierra, de esta tierra!”-, resultó una oración de esperanza que terminaría siendo escuchada y satisfecha, como admite Walesa.
La inminente canonización de Juan Pablo II es, también en parte, la corroboración definitiva del papel jugado en la libertad, la democratización y la paz del mundo durante su extraordinario Pontificado. Llama la atención que su canonización se produzca cuando, al mismo tiempo, conmemoraremos el primer centenario del estallido de una de las más crueles guerras que ha conocido la Historia de la Humanidad (la Primera Guerra Mundial), y con la que dieron comienzo la grave crisis de identidad de la civilización de Occidente y la sucesión de espantos acontecimientos durante el siglo XX a lo largo de toda la geografía planetaria. Es un momento propicio, pues, para pensar en las palabras pronunciadas un día por el Papa santo: “la experiencia permite que podamos tocar con nuestras manos que la sociedad se deshumaniza sin Dios y que al hombre se le priva de su mayor riqueza. El futuro del mundo será más humano en la medida en que más cercanos estén los hombres a su Creador y Redentor”.


 

 
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