El proyecto legislativo sobre “matrimonio” homosexual aprobado por el Ejecutivo de François Hollande ha desatado una respuesta inopinada de la ciudadanía francesa. Con un programa próximo al zapaterismo en materia ideológica, los socialistas galos se las han tenido que ver con manifestaciones multitudinarias a pocos meses de unas elecciones que ganaron con relativa comodidad. Las características de estas movilizaciones se pueden resumir en tres elementos destacables: no han sido auspiciadas ni manipuladas por la oposición conservadora, sino que han brotado espontáneamente de la sociedad civil; han subrayado más el carácter positivo de la reivindicación (la defensa de la familia tradicional) que el negativo y, en último lugar, articulan un movimiento transversal –del campo a la ciudad, de elementos religiosos con otros meramente políticos, interclasista, interracial y probablemente incluso interpartidario.
Pero muy por encima de todo ello conviene resaltar el elemento simbólico que en nada podemos considerar simplemente anecdótico. En efecto, Francia no sólo es la cuna de la Ilustración liberal, sino que es además el país con más larga tradición laicista del mundo occidental. De ahí que las manifestaciones por la familia tradicional hayan sorprendido, más allá de la intelectualidad francesa –acomodada a un progresismo de salón autorreplicante–, a toda la sociedad europea. Si en mayo del 68 las calles fueron tomadas por estudiantes ideologizados en un neomarxismo alternativo (el “sesentayochismo”), treinta y cinco años más tarde, también en mayo, quienes han levantado su voz han sido aquellos que defienden el sentido común de la tradición y de los valores. Un político del fino olfato de Nicolás Sarcozy ganó las presidenciales galas hace cinco años con el lema (premonitorio) de “hay que enterrar el sesentayocho”. Todos estos datos son ciertamente alentadores en tanto que desvelan un subyacente inequívoco de anhelo por las raíces cristianas en un país, como Francia, que ha sido icono histórico del progresismo laicista.
El testimonio que nos ofrece en exclusiva, en este número de EL PENSADOR, el histórico Lech Walesa “vale -como dice el dintel de una de las villas de Pompeya- su peso en oro”. No es sólo cuestión de que un premio Nobel de la Paz conceda su tiempo y regale sus confidencias más íntimas a un modesto medio como este, sino que sobre todo es la carga de profundidad de sus palabras las que hacen de esta entrevista un documento a tener en cuenta por los historiadores cuando se acerquen a la caída del comunismo en Polonia, antesala del colapso de todo el entonces denominado Telón de Acero. En efecto, Walesa tiene toda la razón cuando reivindica que la caída del Muro de Berlín no fue sino una consecuencia de un complejo proceso que tuvo su origen en Polonia. Colocar el Muro de Berlín como icono de la caída del comunismo soviético es, en cierto modo, tratar de hurtar el papel de la Iglesia en este acontecimiento histórico, pues este protagonismo católico sobresale a todas luces en Polonia con perfi les mucho más precisos e inconfundibles que en la Alemania oriental. Cuidado pues con ciertos iconos que no hacen justicia pero que en cambio obedecen a intereses ideológicos inconfesables.
Hablamos del valor histórico de esta entrevista y ello es así esencialmente por cuanto el protagonista político de la democratización polaca (reconocido así internacionalmente y desde el principio, en 1983, con sucesivas portadas de la revista Time o con la misma concesión ese año del Premio Nobel de la Paz) admite públicamente el papel jugado en aquellos años por la Providencia divina. La intervención de Dios en la Historia de los hombres se hace patente también en el colapso del comunismo polaco y, con ello, protagoniza desde el principio la sucesiva caída de las piezas del dominó hasta la completa democratización de la Europa del Este, como por otro lado nos había anunciado la Virgen en sus apariciones en Fátima.
El joven sacerdote Juan Bosco, no sabía que un día en el mundo hombres y mujeres portarían con orgullo el legado de su vida. Solo muchos años más tarde, cuando la palabra oratorio estaba cimentada, la santidad por medio de la alegría era comprendida y el futuro de la juventud se garantizaba por medio de la educación; de esta manera se reconoció la importancia de un nuevo elemento: plasmar por escrito lo que ya estaba traducido en las vivencias cercanas y familiares que formaban ya parte de la tradición y de la forma de educar, que las futuras generaciones tenían como legado, para ser fieles al proyecto del fundador. El fundador demostró estar pronto a las necesidades de los jóvenes a la vez que nos enseñó que no hay que hacer nada raro para cautivar la atención de los mismos; que partió de lo poco que tenía en sus bolsillos dando de lo mucho que llenaba su corazón de padre; que sonrió a la dificultad porque sabía el resultado que sobreviene a quien es fiel al creador.
Más que gran escritor, Don Bosco esculpió su experiencia de Dios en el corazón de sus jóvenes, dejando en ellos la experiencia imborrable de sentirse llamados a continuar en el mundo haciendo el bien en nombre de Dios. Experiencia que jamás se borró de los corazones fielmente “marcados” por el amor de quien comprendió hacerlo en nombre del Buen Pastor.
Como continuadores de la obra de Don Bosco, no podremos ser fieles sin continuar marcando, formando, escribiendo con tinta indeleble en el corazón de los jóvenes y de todos quienes el Señor coloque en nuestro camino de educadores-pastores; y para ello, hacemos gala del “carisma” que nos identifica como creadores, constructores, compañeros de camino, dispuestos a hacerlo todo con tal de hacer mejor la vida de los nuestros.
Poseemos como Don Bosco e inspirados en Jesús un espíritu de proporciones superiores a las que ninguna cadena o vicio puede sujetar; un espíritu creativo, risueño y sincero, capaz de arrebatar de las pantallas las miradas perdidas de miles de jóvenes en el mundo.
Podcast Agua, que contiene las producciones escogidas del padre Héctor Guzmán en el contexto de acciones por la protección del medio ambiente y la formación de conciencia individual y comunitaria para la integración del ser humano con la naturaleza que lo acoge.
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La presentación de este libro la tendríamos que haber escrito Ignacio Ellacuría y yo. Como es sabido, Ignacio Ellacuría no está ya entre nosotros. El 16 de noviembre fue asesinado junto con otros cinco hermanos jesuítas, Juan Ramón Moreno, Amando López, Segundo Montes, Ignacio Martín Baró, Joaquín López y López, la cocinera Julia Elba y su hija Celina en la residencia del Centro Monseñor Romero de la Universidad Centroamericana José Simeón Cañas. Me toca, pues, escribir esta presentación —cuando todavía está fresca su sangre martirial— en mi nombre y en el suyo, en nombre de los vivos y en nombre de los mártires salvadoreños. No es, pues, una presentación habitual, y se comprenderá que tenga un tono muy personal.
Quisiera decir, ante todo, que estos martirios, y tantos otros en América latina, hacen que la presentación de este libro sea, en muy buena medida, innecesaria. Si se reflexiona, en efecto, por qué mataron a los jesuítas y a dos sencillas mujeres que simbolizan a todo el pueblo salvadoreño y latinoamericano, se comprenderá también cómo vivieron, cómo fue su fe, su esperanza y su compromiso. Y de esto, precisamente, trata este libro, de vida y de muerte, de pecado y de gracia, de Dios y de los pobres, de Jesús y de su cuerpo en la historia. En el libro se conceptualizan y teologizan todas estas realidades, pero sin esas realidades no podría haberse escrito este libro, y en base a estas realidades —hechas centrales en la reflexión— se hace la teología de la liberación que ofrece este libro.
Este libro ha sido escrito para aquellos que por una u otra razón quieren, honrada y sinceramente, informarse de lo que es el cristianismo, saber en qué consiste propiamente ser cristiano. También ha sido escrito para aquellos que no creen, pero preguntan seriamente; que han creído, pero están insatisfechos de su incredulidad; que creen, pero no se sienten seguros en su fe; que andan indecisos entre la fe y la incredulidad; que son escépticos tanto frente a sus convicciones como frente a sus dudas en la fe. Ha sido escrito, pues, para cristianos y ateos, gnósticos y agnósticos, pietistas y positivistas, católicos tibios y católicos fervientes, protestantes y ortodoxos.
¿No hay acaso fuera de las Iglesias muchas personas que en respuesta a las cuestiones fundamentales del ser humano de ninguna manera se contentan, y mucho menos para toda la vida, con sentimientos vagos, prejuicios personales o explicaciones aparentes? Y en todas y cada una de las Iglesias, ¿acaso no es también crecido el número de los que no quieren permanecer en una fe infantil, que esperan algo más que un mero repertorio de frases bíblicas o un nuevo catecismo confesional, que en las fórmulas infalibles de la Escritura (protestantes), de la Tradición (ortodoxos) o del Magisterio (católicos) ya no encuentran el último apoyo?
Personas todas ellas, no obstante, que detestan un cristianismo a precios de rebaja, que no se avienen a reemplazar el tradicionalismo eclesiástico por una simple cosmética acomodaticia y conformista, que, muy al contrario, sin dejarse influir por presiones del magisterio eclesiástico hacia la derecha ni de ideologías arbitrarias hacia la izquierda, tantean un nuevo camino hacia un cristianismo sin recortes, hacia el íntegro y verdadero ser cristiano.
No se trata aquí de ofrecer una readaptación de la tradicional profesión de fe, ni una minidogmática que dé respuesta a todas las viejas y nuevas cuestiones disputadas; tampoco se trata, por supuesto, de propagar un nuevo cristianismo. Quien pueda, mejor que el autor, hacer inteligibles al hombre de hoy las proposiciones tradicionales de la fe, que lo haga: siempre será bienvenido.
Al firmar en 1930 el prefacio al manuscrito de las Observaciones filosóficas -que serían editadas postumamente, en 1964-, Ludwig Wittgenstein anotaba: “Quisiera decir que este libro está escrito en honor de Dios, si estas palabras no sonasen hoy vacías, es decir, si no fuesen mal entendidas. De hecho, quieren expresar que el libro ha sido escrito con buena voluntad, y en la medida en que no se haya escrito con buena voluntad, y sí, por tanto, con vanidad o cosa parecida, su autor querría saberlo condenado. Él no puede purificarlo de esa escoria más de cuanto él sea puro en sí mismo”. El teólogo evangélico Gerhard Ebeling –uno de los principales exponentes de la teología hermenéutica-, que cita el texto wittgensteiniano, subraya el dolor contenido del filósofo de la claridad y de la precisión lingüística al constatar que hoy no se consiente declarar que se habla y se escribe “en honor de Dios”. Ahora bien, según Ebeling, es justamente la teología hermenéutica la que asume la tarea de hacer posible un discurso teológico claro, riguroso y responsable, del cual puede decirse abiertamente que es hecho “en honor de Dios”.
Pero la observación de Ebeling puede extenderse a todo el trabajo teológico que, en el contexto secular del siglo xx, se atreve aún a hacer un discurso “en honor de Dios”. Un discurso cuya legitimidad y necesidad está redescubriendo la cultura de la compleja sociedad de fin de siglo. Ya a comienzos de siglo, Ernst Troeltsch -a quien el historiador von Harnack definió como el más grande filósofo de la historia, después de Hegel- observaba: “Sin los ataques y el escarnio de los hijos del siglo, no existen -en el terreno religioso- convencimientos, sino sólo banalidades. Pero quienes practican el escarnio distan mucho de tener el monopolio del pensamiento científico; lo cierto, más bien, es que para ellos permanece cerrada una parte de la realidad, y que la que les es accesible se les antoja dotada de una plenitud, una transparencia y una autosuficiencia mayores de las que efectivamente tiene”.
Por qué hablo de mi vida
Todo podía haber sido completamente distinto. Pero estoy agradecido de que fuera así y no de otro modo. Agradecido a las muchas y muy distintas personas que me han acompañado, apoyado y dado fuerza en estas siete, a veces tempestuosas, décadas. Agradecido al mismo tiempo a ese poder oculto cuya graciosa condescendencia conmigo creo poder comprobar en mi vida, incluso en los momentos más duros. Gratitud es, pues, el sentimiento básico con que afronto esta biografía.
Pero también, en la misma medida, espíritu de lucha, que no hay que confundir con ganas de pelea. Porque en todos los enfrentamientos, que yo la mayoría de las veces no busqué pero que tampoco evité, no se trató nunca de caprichos, que fácilmente hubiera yo podido abandonar; sino, más bien, de una causa grande en la que creo, por la que merece la pena luchar y que en estas memorias ojalá cobre contornos tan claros como la persona que intenta servirla: la verdadera figura de la Iglesia católica, de la ecumene, es más, del cristianismo en general. De ello querría yo hablar. Mi último “escrito de guerra” será mi autobiografía, dije en broma a quienes hace ya años me insistían en que la escribiera. ¿Será el “último”? En todo caso, he dejado en segundo lugar otros proyectos de libros, porque vi claro que mi biografía debía aparecer ahora y no más tarde. Por razones personales: ¿cuánto tiempo más podré yo escribir?; y también políticas: ¿no se dan ahora las bases para una nueva época mundial y eclesial? Tengo ya una larga vida y he vivido mucho, sin duda, de forma que mis memorias, que con frecuencia se refieren a gente que todavía está viva, no parecerán una arrogancia.
Siempre había esperado que me fuera concedido vivir la sucesión de Juan Pablo II en el pontificado. Esta esperanza se ha cumplido, pero en un sentido totalmente contrario al que yo y todos los que aguardábamos un papa en la línea de Juan XXIII y del concilio Vaticano II hubiésemos deseado.
No cabe duda de que la elección papal del año 2005 ha incrementado considerablemente la importancia de estas memorias, así como mi responsabilidad en cuanto autor de las mismas. Casi todos mis grandes compañeros de fatigas en la renovación de la teología y la Iglesia desde el tiempo del concilio están muertos o se han jubilado, salvo uno. Y ése ha sido elegido papa. JOSEPH RATZINGER es BENEDICTO XVI.
Por razones tanto personales como materiales, una comparación de nuestras respectivas trayectorias vitales en las circunstancias de la segunda mitad del siglo xx podría ofrecer análisis sumamente reveladores de la evolución de la teología y la Iglesia católica e incluso de la sociedad en general. Desde hace ya tiempo me ronda la idea de que nuestras respectivas reacciones —tan diferentes entre sí— a los “signos de los tiempos” son, hasta cierto punto, ejemplares en lo que atañe al curso seguido por la Iglesia y la teología. El lector podrá constatar —no pocas veces con asombro— cuántos puntos comunes se ponen de manifiesto, a pesar de todas las diferencias. No hace falta decir que no pretendo suscitar la impresión de que la vida de Joseph Ratzinger y la mía se hallan, por así decirlo, entrelazadas por el destino, ni tampoco la de que yo contemplo mi vida en el espejo de Ratzinger. No; cada cual vive su propia vida. Pero no se debe pasar por alto que, durante aproximadamente cuatro décadas, nuestras trayectorias vitales han transcurrido en gran medida en paralelo y luego se han tocado de manera intensa, separándose sin embargo a continuación, para volver a cruzarse más tarde.
QUÉ PRETENDE ESTE LIBRO
¿Precisamente ahora un voluminoso libro sobre el cristianismo? ¡Sí! ¡Precisamente ahora! Porque una gran crisis del cristianismo exige con urgencia una respuesta amplia. Y, para decirlo ya de entrada, esa respuesta es radical. No eximirá de la crítica a tradición e Iglesia cristiana alguna porque confía de forma radical en la causa del Evangelio. Confrontará el catolicismo, la ortodoxia, el protestantismo y el anglicanismo, sin compromisos ni armonización, con el mensaje original, prestándoles de ese modo un servicio ecuménico. Este libro puede y debe ser crítico con la Iglesia porque está escrito desde una fe inquebrantable en la persona y causa de Jesucristo, y porque quiere que la Iglesia de Jesucristo siga existiendo en el tercer milenio.
¿Pero es posible seguir confiando aún en la causa cristiana? ¿No hay que dudar del cristianismo con miras al tercer milenio? ¿Acaso el cristianismo no ha perdido inteligibilidad y credibilidad al menos en los países europeos? ¿No existen hoy más tendencias que en cualquier otro tiempo a alejarse del cristianismo, a aproximarse a religiones orientales, a grupos políticos y de experiencias de todo tipo, o también, sencillamente, a retirarse a una cómoda privacidad descargada de toda obligación? ¿No es cierto que muchos, también en nuestros países “cristianos” y de manera especial en los católicos, relacionan el cristianismo con una Iglesia jerárquica hambrienta de poder, inflexible, con el autoritarismo y dictadura doctrinal, con la generación de miedos, complejos sexuales, negativa a dialogar y, con frecuencia, con un trato lesivo de la dignidad humana con quienes piensan de otra manera? ¿No se identifica en especial a la Iglesia católica con la discriminación de las mujeres cuando Roma desearía prohibir “de forma definitiva” la ordenación de mujeres (como también el matrimonio de los sacerdotes, los anticonceptivos...)? Y, a la vista de tal incapacidad de enmienda, la indiferencia, otrora más o menos benevolente, respecto del cristianismo ¿no se ha trocado en bastantes sitios en animosidad, incluso en enemistad abierta?
Este es un curso de métodos de estudios teológicos. El propósito principal es enseñarle a usted, las habilidades para desarrollar una mente cristiana, ayudándole a construir una base sólida para pensar sobre los asuntos más importantes de la vida. Comenzaremos estableciendo la realidad y la naturaleza de la verdad y después aprenderemos que la Escritura interpretada correctamente es el árbitro final de la verdad. Usted aprenderá acerca de varias fuentes para la teología y la manera en que diferentes personas utilizan y hacen mal uso de estas fuentes. Este curso procura habilitar a las personas a pensar teológicamente y construir una cosmovisión bíblica que hace que el testimonio del cristiano relevante a todas las personas necesitadas. Este curso es un requisito previo a todos los otros cursos requeridos en el programa de teología.
Objetivos del Curso
Lo Que Usted Sabrá
1. El estudiante entenderá que la teología es más que solo una disciplina académica reservada únicamente para teólogos profesionales, sino que es una fuente de la cual todas las personas pueden beber diariamente.
2. El estudiante conocerá las diferentes fuentes de las cuales derivamos nuestra comprensión de la verdad y la dirección.
3. El estudiante desarrollará una perspectiva más amplia de la teología en general y aprenderá cómo la teología se practica dentro de la comunidad cristiana.
4. El estudiante aprenderá que las Escrituras son la única fuente consistentemente confiable de la teología.
Dada su relevancia para la vida y para la santidad de la Iglesia, es importante tomar en consideración la vida de las comunidades religiosas concretas, tanto las monásticas y contemplativas como las dedicadas a la actividad apostólica, cada una según su propio y específico carácter. Lo que se dice de las comunidades religiosas se entiende referido también a las comunidades de las sociedades de vida apostólica, teniendo en cuenta su carácter y su legislación propia.
El argumento de este documento tiene en cuenta un hecho: la fisonomía que hoy presenta “la vida fraterna en común” en numerosos países manifiesta muchas transformaciones con respecto al pasado. Tales transformaciones, así como las esperanzas y desilusiones que han acompañado y siguen acompañando este proceso, requieren una reflexión a la luz del Concilio Vaticano II. Ellas han llevado a efectos positivos, pero también a otros más discutibles. Han puesto de relieve no pocos valores evangélicos dando nueva vitalidad a la comunidad religiosa, pero también han suscitado interrogantes por haber oscurecido algunos elementos típicos de la misma vida fraterna vivida en comunidad. En algunos lugares parece que la comunidad religiosa ha perdido relevancia ante los religiosos y religiosas, y que no es ya un ideal que se deba perseguir.
Con la serenidad y la urgencia de quien busca la voluntad del Señor, muchas comunidades han querido valorar esta transformación para corresponder mejor a la propia vocación en el pueblo de Dios.
“Con toda sinceridad, señor Küng, ¿en qué cree usted personalmente?”. Esta pregunta —u otras análogas— me la han formulado innumerables veces a lo largo de mi prolongada vida de teólogo. Intento responder a ella no sólo con estereotipos llamativos, sino de forma personal, y a la vez abarcadora.
Escribo para personas que se hallan en proceso de búsqueda. Para personas que no saben qué hacer con la fe tradicionalista de origen romano o protestante, pero que tampoco están contentas con su incredulidad o sus dudas de fe. Para personas que no anhelan una barata “espiritualidad del bienestar” o una “ayuda existencial” a corto plazo. No obstante, también escribo para todos aquellos que viven su fe y, además, quieren dar razón de ella. Para aquellos que, lejos de limitarse a “creer”, desean “saber” y esperan, por tanto, una interpretación de la fe que esté fundada filosófica, teológica, exegética e históricamente y tenga consecuencias prácticas.
En el curso de mi larga vida, mi concepción de la fe se ha clarificado y ampliado. Nunca he dicho, escrito o predicado sino lo que creo. Durante muchas décadas he podido estudiar la Biblia y la tradición, la filosofía y la teología, y ello ha llenado mi vida. Los resultados se encuentran elaborados en mis libros. Uno de ellos se ocupa del “símbolo de los apóstoles”: una confesión de fe que, sin embargo, sólo existe en forma acabada desde el siglo v. Quien desee saber más sobre estos doce artículos —muy heterogéneos entre sí y a menudo polémicos—, entendidos en consonancia con la Escritura y a la altura de nuestro tiempo, puede leer esa obra, Credo (en alemán existe asimismo una edición especial titulada Introducción a la fe cristiana), que para mí conserva toda su validez. En el presente libro no me desdigo de nada de lo que escribí allí o en el volumen El cristianismo: esencia e historia (por ejemplo, sobre los dogmas cristológicos).